sábado, 13 de septiembre de 2014

La Casa de Hades Capitulo XI Leo

La Casa de Hades Capitulo XI Leo

Leo estaba vagamente consciente de los gritos de Hazel.
– ¡Vayan! Yo cuidaré de Nico.
Como si Leo fuese a dar marcha atrás. Claro, él esperaba que Nico di Angelo estuviera bien, pero él tenía sus propios dolores de cabeza.
Leo subió las escaleras, con Jason y Frank detrás de él.
La situación en la cubierta estaba peor de lo que temía.

El entrenador Hedge y Piper estaban intentando librarse de sus ataduras de cinta adhesiva, mientras que uno de los monos enanos demoníacos bailaba alrededor de la cubierta. Tomando todo lo que no estuviese pegado al barco y echándolo a su mochila. Él medía quizá unos cuatro pies, era aún más pequeño que el Entrenador Hedge, con piernas curvas y con pies parecidos a los de un simio, con camisas de un tono tan chillón que le dio a Leo vértigo. Su pantalón verde a cuadros estaba pegado a sus puños y se levantaban con unas ligas encima de una blusa femenina de rayas rosas y negras. Él llevaba puestos una docena de relojes de oro en cada brazo y un gorro de vaquero con estampados de cebra con la etiqueta del precio colgando del borde. Su piel estaba cubierta con pedazos de pelaje rojo desaliñado, aunque el noventa por ciento de su cabello corporal estaba concentrado en sus grandes cejas.

Leo apenas estaba formando la pregunta de “¿Dónde está el otro enano?” cuando oyó un clic detrás de ellos y se dio cuenta de que había dirigido a sus amigos hacia una trampa.
– ¡Agáchense! –él se tiró en la cubierta mientras la explosión reventó sus tímpanos.
Una nota, pensó Leo atontado. No dejes cajas de granadas mágicas donde los duendes puedan alcanzarlas.
Por lo menos, él seguía vivo. Leo había estado experimentando con todos los tipos de armas basadas en la esfera de Arquímedes que él había recuperad en Roma. Él construyó granadas que podían soltar ácido, fuego, metrallas o palomitas con mantequilla recién hechas (Hey, nunca se sabe cuándo tendrás hambre en una batalla). A juzgar por el zumbido en los oídos de Leo, el duende había detonado la granada de aturdimiento, la cual Leo había llenado con un raro frasco de música de Apolo, extracción pura. No mataba, pero dejó a Leo sintiéndose como si se hubiese tirado de panzazo hacia el abismo.

Se intentó levantar. Sus extremidades eran inútiles. Alguien estaba apretando su cintura, ¿era un amigo que intentaba levantarlo? No. Sus amigos no olían a monos exageradamente perfumados.
Él se las arregló para levantarse. Su visión se tornó desenfocada y teñida de rosa, como si el mundo se hubiese sumergido en mermelada de fresa. Una alegre y grotesca cara se alzó sobre él. El enano de pelaje café estaba vestido aún peor que su amigo, con un gran bombín como el de los duendes, le colgaban unos aretes de diamante y llevaba puesta una camisa blanca y negra de árbitro. Enseñó el premio que acaban de robar – el cinturón de herramientas de Leo– después, huyó bailando.
Leo intentó agarrarlo, pero sus dedos estaban adormecidos. El enano jugueteaba encima de la ballesta más cercana, en la cual su amigo de cabello rojizo intentaba activar.
El enano brincó hacia el proyectil y lo montó como si fuese una patineta, y fue enviado hacia el cielo.

El pelirrojo se acercó al Entrenador Hedge. Le dio un gran beso en la mejilla y después saltó hacia la barandilla del barco. Le hizo una caravana a Leo, quitándose su sombrero de cebra y se tiró por un lado, dando una voltereta hacia atrás.
Leo intentó ponerse de pie. Jason ya estaba de pie, temblando y recuperando la consciencia. Frank se había transformado en un gorila de espalda plateada (¿Por qué? Leo no estaba seguro; ¿quizá para comunicarse con los enanos mono?), pero la granada de aturdimiento realmente le dio de lleno.

Estaba  tirado sobre la cubierta con su lengua colgando de fuera y con sus ojos de gorila mirando hacia arriba.
– ¡Piper! –Jason se dirigió al timón y cuidadosamente sacó la mordaza de su boca.
– ¡No pierdas tu tiempo en mí! –dijo Piper –¡ve tras ellos!
En el mástil, el entrenador Hedge balbuceó:
–Hmmmmm, ¡hmmmmm!
Leo pensó que intentaba decir: “¡MÁTENLOS!” Fácil traducción, tomando en cuenta que la mayoría de las frases del entrenador llevaban la palabra matar.
Leo miró hacia el control de la consola. Su esfera de Arquímedes ya no estaba. Puso su mano en su cintura, donde su cinturón de herramientas debería etar. Su cabeza comenzó a aclararse, su sentimiento de desconcierto se transformó en enojo.
Esos enanos habían atacado su barco. Ellos habían robado sus más preciadas posesiones.
Debajo de ellos, estaba la ciudad de Boloña–un rompecabezas de edificios de color rojo en un valle rodeado por colinas verdes. A no ser que Leo pudiese encontrar a los enanos en algún lugar de ese laberinto de calles… No. Fallar no era una opción. Tampoco era una opción esperar a que sus amigos se recuperasen.
Se giró hacia Jason.

– ¿Te sientes lo suficientemente bien para controlar los vientos? Necesito una mano.
Jason frunció el ceño.
–Claro, pero…
–Bien–dijo Leo–. Tenemos unos monos que atrapar.

Jason y Leo bajaron en una plaza grande en línea con los blancos edificios gubernamentales de mármol y los cafés al aire libre. Bicicletas y motocicletas obstruían las calles cercanas, pero la cuadra estaba vacía excepto por las palomas y unos pocos viejos tomando expresos.
Ninguno de los locales parecía enterado de un barco de guerra griego encima de la plaza, ni del hecho de que Jason y Leo habían descendido volando –Jason empuñando una espada de oro y Leo… Bien, Leo no tenía nada.
–¿Hacia dónde vamos? – Preguntó Jason–.
Leo se le quedó viendo.
–Bien, no sé. Déjame saco mi de mi cinturón mi GPS detector de enanos… ¡Oh, espera! No tengo un GPS detector de enanos… ¡O mi cinturón de herramientas!
–Bien–Jason gruñó. Él miró hacia el barco para orientarse, y luego señaló hacia un punto de la plaza–.  La ballesta disparó hacia esa dirección, creo. Vamos.

Caminaron a través de un lago de palomas, después bajaron por una calle con tiendas de vestir y tiendas de helado. Las banquetas estaban alineadas con columnas blancas, cubiertas con graffiti. Algunos mendigos pedían limosna (Leo no sabía italiano, pero el mensaje era bastante claro)
Él siguió agarrando su cintura, esperando que el cinturón mágicamente reapareciera. No lo hizo. Él intentó no entrar en pánico, pero dependía del cinturón casi para todo. Se sentía como si le hubiesen quitado una de sus manos.
–Lo encontraremos–prometió Hazel.

Usualmente, Leo se habría sentido apoyado. Jason tenía un gran talento para mantener la calma en una crisis, y había sacado a Leo de varios líos. Aunque hoy, en todo lo que Leo podía pensar era en esa estúpida galleta de la fortuna que había abierto en Roma. La diosa Némesis le prometió ayudarlo, y le dio: el código para activar la esfera de Arquímedes. En aquél entonces, Leo no tenía más elección que hacerlo si quería salvar a sus amigos – pero Némesis le había advertido que su ayuda vendría con un premio.
Leo se preguntó si e premio sería alguna vez pagado. Percy y Annabeth se habían ido. La pareja estaba a cientos de miles de kilómetros de distancia, enfrentándose a un desafío imposible. Los amigos de Leo confiaban en él para que derrotase a un terrorífico gigante. Y ahora no tenía ni siquiera su cinturón o su esfera de Arquímedes. Él estaba tan absorto por su sentimiento de culpa que no sabía dónde estaban hasta que Jason tomó su brazo.

–Checa eso.
Leo miró hacia arriba. Habían llegado a una plaza más pequeña. Encima de ellos colgaba una enorme estatua de bronce de un completamente desnudo Neptuno.
–Oh, dioses–Leo alejó su mirada. Él realmente no necesitaba ver la ingle divina esta mañana.
El dios del mar posaba sobre una grande columna de mármol en frente de una fuente que no funcionaba (lo cual era un poco irónico). En ambos lados de Neptuno, pequeños alados Cupidos estaban sentados, relajándose, como diciendo: “Hey, ¿qué pasa?” Neptuno mismo (ignorando la ingle) estaba moviendo la cadera en lo que parecía un movimiento de Elvis Presley. Él sostenía su tridente un poco suelto en su mano derecha y estiraba su mano como si estuviese bendiciendo a Leo, o posiblemente intentando hacerlo levitar.
–¿Alguna pista?–Leo se maravilló.
Jason frunció el ceño.

–Quizás sí, quizás no. Hay estatuas de todos los dioses en todos lados en Italia. Me sentiría mejor si pasásemos por Júpiter. O Minerva. O cualquiera que no sea Neptuno, en serio.
Leo trepó encima de la fuente seca. Él puso su mano en el pedestal de la estatua y una corriente de impresionares surgieron a través de su tacto. Él sintió engranajes de bronce celestial, palancas mágicas, ballestas y pistones.
–Es mecánica–él dijo–. ¿Será acaso una puerta hacia el escondite secreto de los enanos?
–Ohhhhhh–chilló una voz cercana–. ¿Escondite secreto?
–¡Yo quiero un escondite secreto! –gritó otra voz desde arriba.
Jason dio un paso hacia atrás, con su espada lista. Leo casi recibió un latigazo por intentar ver hacia dos lugares a la vez. El enano pelirrojo con el sombrero de vaquero estaba sentado a treinta pies de la mesa de café más cercana, tomando un expreso, sostenido por sus manos de mono. El castaño en pantalones verdes estaba posando sobre el pedestal de mármol de los pies de Neptuno, encima de la cabeza de Leo.

–Si tuviésemos un escondite secreto–dijo el pelirrojo–. Me gustaría un tubo de bomberos.
–¡Y una resbaladilla! –dijo el Castaño, quien jalaba de herramientas al azar del cinturón de Leo, aventando llaves inglesas, martillos y pistolas de grapas.
–¡Para de hacer eso! –Leo intentó agarrar el pie del enano, pero no pudo alcanzar la cima del pedestal.
–¿Muy bajo? –el Castaño se río.
–¿Me llamas a mí bajo? –Leo miró alrededor para ver si encontraba algo qué lanzar, pero no había más que palomas y él dudaba agarrar una–. ¡Dame mi cinturón, estúpido!
–Bien, bien–dijo el Castaño–. No nos hemos presentado. Soy Acmón. Y mi hermano aquí es…
–¡Es el guapo! –el Pelirrojo levantó su expreso. A juzgar por sus ojos dilatados y su risa maniática, ya no necesitaba más cafeína–. ¡Pásalo! ¡Cantante de canciones! ¡Bebedor de café! ¡Ladrón de tus cosas relucientes!

–Por favor–chilló su hermano Acmón–. Yo robo mucho mejor que tú.
Pásalo gruñó.
–Robando siestas–él sacó un cuchillo–el cuchillo de Piper– y comenzó a picarse los dientes con él.
– ¡Hey! –gritó Jason–. ¡Ese es el cuchillo de mi novia!
Se abalanzó sobre Pásalos, pero el enano pelirrojo era muy rápido. Él salió de su silla, rebotó en la cabeza de Jason, dio una vuelta en el aire y aterrizó al lado de Leo, con sus brazos peludos alrededor de la cintura de Leo.
–¿Me podrías salvar? –el enano rogó.
– ¡Vete! –Leo intentó empujarlo lejos, pero Pásalos dio una voltereta hacia atrás y aterrizó fuera de su alcance. Los pantalones de Leo cayeron a sus rodillas.
Se quedó mirando a Pásalos, que ahora se estaba riendo y sostenía un pequeño cierre de metal.

De alguna manera, el enano había robado el cierre del pantalón de Leo.
– ¡Dame… Estúpido…cierre! –Leo tartamudeó, intentando agitar su puño y subir sus pantalones al mismo tiempo.
–Bah, no brilla lo suficiente–Pásalo aventó el cierre.
Jason se lanzó con su espada. Pásalo se fue corriendo y repentinamente, estaba sentado en el pedestal de la estatua al lado de su hermano.
–Dime que no tengo buenos movimientos–Pásalo bostezó.
–Okey–Acmón dijo–. No tienes buenos mmovmientos
–¡Bah! –Pásalo dijo–. Dame el cinturón de herramientas. Quiero ver.
–¡No! –Acmón le dio un codazo–. Tú tienes el cuchillo y la bola brillante.
–Sí,  la bola brillante es genial–Pásalo se quitó el su sombrero de vaquero. Como un mago sacando un conejo, él sacó la esfera de Arquímedes y esta comenzó a parpadear con los viejos discos de bronce.

–¡Basta! –Leo gritó–. ¡Esa es una máquina delicada!
Jason se puso a su lado y miró a los enanos.
–Como sea, ¿quiénes son ustedes dos?
–¡Los Cercopes! –Acmón puso sus ojos sobre Jason–. Apuesto a que eres hijo de Júpiter, ¿eh? Siempre lo puedo adivinar.
–Sí, como Fondo Oscuro–Pásalo estuvo de acuerdo.
–¿Fondo Oscuro? – Leo resistió la urgencia de saltar a por los pies de los enanos otra vez. Estaba seguro de que Pásalo arruinaría la esfera de Arquímedes en cualquier momento.

–Sí, ya sabes–Acmón sonrió–. Hércules. Lo llamamos Fondo Oscuro porque él solía andar desnudo. Él quedó tan tostado que su trasero, bien…
–¡Por lo menos tenía sentido del humor! –Pásalo dijo–. Él iba a matarnos cuando le robamos, pero nos dejó ir porque le gustaban nuestras bromas. No como ustedes dos. ¡Enojones, enojones!
–Hey, yo tengo sentido del humor–gruñó Leo–. Denme de nuevo mis cosas y les diré una broma graciosa.

–¡Buen intento! –Acmón jaló una llave de trinquete del cinturón de herramientas y la usó para hacer ruido–. ¡Oh, muy bien! ¡Definitivamente me quedo esto! ¡Gracias, Fondo Azul!
¿Fondo Azul?
Leo miró hacia abajo. Sus pantalones se habían caído a sus rodillas, revelando sus bóxers azules.
–¡Basta! –gritó–. Mis cosas. Ahora. O les enseñaré qué gracioso es un enano en llamas.
Sus manos sacaron flamas.
–Ahora vamos a hablar–Jason apuntó su espada hacia el cielo. Nubes oscuras comenzaron a arremolinarse encima de la plaza. Truenos resonaban.
–Oh, ¡qué miedo! –chilló Acmón–.
–Sí–Pásalo coincidió–. Si tan sólo tuviésemos un lugar donde escondernos.

–¡Ay!, esta estatua no es una puerta hacia un escondite secreto–Acmón dijo–. Tiene un propósito distinto.
La garganta de Leo se hizo girones. Las llamas en sus manos se apagaron, y se dio cuenta de que algo estaba mal. Él grito:
–¡Trampa!
Y se tiró fuera de la fuente. Desafortunadamente, Jason estaba muy ocupado invocando su tormenta. Leo rodó mientras cinco cuerdas de oro salieron disparadas de los dedos de la estatua de Neptuno. Una casi sujetó el pie de Leo. Los demás se dirigieron hacia Jason, envolviéndolo como si fuera un becerro de rodeo y poniéndolo de cabeza
Un relámpago aplastó las púas del tridente de Neptuno, enviando arcos de electricidad hacia arriba y debajo de la estatua, pero los Cercopes ya habían desaparecido.
–¡Bravo! –Acmón aplaudió desde una mesa de un café cercano–. Hiciste una increíble piñata, hijo de Júpiter!

–Sí– Pásalo asintió–. Hércules nos colgó de los pies una vez, ya sabes. Oh, ¡la venganza es dulce!
Leo invocó una bola de fuego. La lanzó hacia Pásalo, que intentaba hacer malabares  con dos palomas y la esfera de Arquímedes.
–Ay–el enano huyó lejos de la explosión, soltando la esfera y dejando ir a las palomas.
–¡Es hora de irnos! –Acmón decidió–.
Él agarró su bombín y salió corriendo, brincando de mesa a mesa. Pásalo miró la esfera de Arquímedes, que había rodado hacia los pies de Leo.
Leo invocó otra bola de fuego.


–Prueba mi puntería–él gruñó.
–¡Adiós! –Pásalo dio una voltereta y corrió tras su hermano.
Leo recogió la esfera de Arquímedes y corrió hacia Jason, que aún estaba colgado de cabeza, amarrado todo excepto por su brazo con el que utilizaba la espada. Él estaba intentando cortar las cuerdas con su espada de oro, pero no tenía suerte.
–Espera–Leo dijo–. Si puedo encontrar un botón para liberarte…
–¡Sólo ve! –Jason gruñó–. Te alcanzaré en cuanto salga de aquí.
–Pero…
–¡No los pierdas!
La última cosa que Leo quería era tener tiempo a solas con los monos enanos, pero los Cercopes ya estaban desapareciendo de la lejana esquina de la plaza. Leo dejó a Jason colgando y corrió tras ellos.

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