La Casa de Hades Capitulo VII Annabeth
Cuando
llegaron a la cornisa, Annabeth estaba segura de que había firmado su sentencia
de muerte.
El acantilado caía a más de veinticinco metros. En la parte inferior se extendía una versión de pesadilla del Gran Cañón: un río de fuego abriéndose pasó a través de una áspera grieta obsidiana, el rojo brillante proyectaba sombras horribles en todas las caras del acantilado.
Incluso desde la parte superior del cañón, el calor era intenso. El frío del río Cocito no había salido de los huesos de Annabeth, pero ahora su rostro se sentía crudo y quemado por el sol. Cada respiración requería mayor esfuerzo, como si su pecho se llenara de espuma de poliestireno. Los cortes en sus manos sangraban más en lugar de menos.
El tobillo de Annabeth, que casi se había curado, ahora parecía que estaba roto de nuevo. Se había quitado el yeso improvisado, pero ahora se arrepentía. Cada paso le hacía poner una mueca de dolor.
Suponiendo que podían lograrlo hasta el río de fuego, lo cual dudaba, su plan parecía oficialmente loco.
- Uh… -Percy examinó el acantilado. Señaló una pequeña fisura en diagonal desde el borde hasta el fondo-. Podemos tratar por esa rinconera de allí. Podría ser adecuada para bajar.
Él no dijo que estarían locos para intentarlo. Se las arregló para sonar optimista. Annabeth estaba agradecida por ello, pero también preocupada de que ella los estuviera llevando a su perdición.
Por supuesto, si se quedaban allí morirían de todos modos. Las ampollas se habían comenzado a formar en los brazos por la exposición al aire del Tártaro. Todo el ambiente era tan saludable como una zona de explosión nuclear.
Percy fue primero. La cornisa era apenas lo suficientemente ancha como para permitir un punto de apoyo. Sus manos se agarraron por cualquier grieta en la roca vidriosa. Cada vez que Annabeth ponía presión sobre su pie malo, quería gritar. Había arrancado las mangas de su camiseta y utilizó la tela para envolver sus manos ensangrentadas, pero sus dedos seguían resbaladizos y débiles.
A pocos pasos debajo de ella, Percy gruñó mientras tomaba otro asidero. - Así que… ¿qué es este llamado río de fuego?
- El Flegetonte -dijo- . Deberías concentrarte en bajar.
- ¿El Flegetonte? .Él trepó por la cornisa. Habían hecho cerca de un tercio del camino por el acantilado, todavía lo suficientemente alto como para morir si caían-. Suena como un concurso donde se lanzan escupitajos.
- Por favor, no me hagas reír –ella dijo- .
- Sólo trato de mantener las cosas animadas.
-Gracias- le gruñó, casi perdiendo la repisa con su mal pie-. Voy a tener una sonrisa en mi cara mientras me desplomo a mi muerte.
Siguieron adelante, un paso a la vez. Los ojos de Annabeth se llenaron de sudor. Sus brazos temblaban. Pero, para su asombro, finalmente llegaron a la parte inferior del acantilado.
Cuando llegaron al suelo, ella tropezó. Percy la agarró. Ella estaba alarmada por la forma febril en que su piel se sentía. Forúnculos rojos habían estallado en su cara, por lo que parecía ser una víctima de la viruela.
Su propia visión era borrosa. Sentía ampollas en su garganta, y su estómago se apretó más fuerte que un puño. Tenemos que apresurarnos, pensó.
-Sólo hasta el río -le dijo Percy, tratando de mantener el pánico lejos de su voz- . Podemos hacer esto.
Se tambalearon sobre las cornisas de vidrio pulido, rodeando enormes rocas, evitando estalagmitas que podrían clavarse con cualquier deslizamiento del pie. Sus ropas andrajosas vaporaban por el calor del río, pero siguieron adelante hasta que se desplomaron en sus rodillas en la ribera del Flegetonte.
- Tenemos que beber -dijo Annabeth-.
Percy se tambaleó, con los ojos medio cerrados. Le tomó tres segundos para responder. - Uh … ¿beber fuego?
- El Flegetonte fluye desde el reino de Hades hacia abajo en el Tártaro. -Annabeth apenas podía hablar. Su garganta se cerraba por el calor y el aire ácido-. El río se utiliza para castigar a los malvados. Pero también… algunas leyendas lo llaman el Río de la cura.
- ¿Algunas leyendas?
Annabeth tragó saliva, tratando de mantenerse consciente. - El Flegetonte mantiene los malvados en una sola pieza, para que puedan soportar los tormentos de los campos de castigo. Creo… que podría ser el equivalente inframundo de la ambrosía y el néctar.
Percy se estremeció como cenizas pulverizadas del río, enroscándose alrededor de su cara. - Pero es fuego. ¿Cómo podemos nosotros-
- Así. -Annabeth metió las manos en el río-.
¿Estúpido? Sí, pero ella estaba convencida de que no tenían otra opción. Si esperaban más, podrían morir. Es mejor probar algo absurdo y esperar que funcione.
En el primer contacto, el fuego se sintió doloroso. Se sentía frío, lo que probablemente significaba que estaba tan caliente que estaba sobrecargando los nervios de Annabeth. Antes de que pudiera cambiar de opinión, ella tomó el líquido ardiente en sus manos y se la llevó a la boca.
Ella esperaba un sabor como la gasolina. Era mucho peor. Una vez, en un restaurante nuevo en San Francisco, había cometido el error de probar un chile picante que había venido con un plato de comida india. Después de apenas picarlo, ella pensó que su sistema respiratorio iba explotar. Beber de la Flegetonte era como tragar una malteada de chile picante. Su pecho lleno de fuego líquido. Su boca se sentía como si estuviera siendo frita. Sus ojos derraman lágrimas de ebullición, y cada poro en su rostro se abrió. Se desplomó, con náuseas y arcadas, todo su cuerpo temblaba violentamente.
- ¡Annabeth! -Percy la agarró por los brazos y apenas logró que dejara de rodar hacia el río-.
Las convulsiones pasaron. Tomó aliento y logró sentarse. Se sentía terriblemente débil y con náuseas, pero su siguiente respiración se hizo más fácil. Las ampollas en sus brazos estaban empezando a desvanecerse.
- Funcionó, -dijo con voz ronca- . Percy, tienes que beber.
-Yo…- Retorció sus ojos y se dejó caer hacia ella.
Desesperada, ella tomó más fuego en la palma. Ignorando el dolor, ella goteó el líquido en la boca de Percy. Él no respondió.
Lo intentó de nuevo, echando un puñado entero por su garganta. Esta vez farfulló y tosió.
Annabeth lo sostenía mientras él temblaba, el fuego mágico cruzaba a través de su sistema. La fiebre desapareció. Sus heridas se desvanecieron. Se las arregló para sentarse y saborear con sus labios.
- Uf, -dijo él -. Picante y desagradable.
Annabeth se rió débilmente. Estaba tan aliviada que se sentía mareada. -Sí. Eso prácticamente lo resume todo.
- Nos has salvado.
- Por ahora –dijo ella- . El problema es que aún estamos en el Tártaro.
Percy parpadeó. Miró a su alrededor como si acabara de caer en cuenta del lugar donde estaban. - Santa Hera. Nunca pensé… bueno, no estoy seguro de lo que pensaba. Tal vez que el Tártaro era un espacio vacío, un pozo sin fondo. Pero este es un lugar real.
Annabeth recordó el paisaje que había visto mientras caían, una serie de mesetas que conducían siempre hacia abajo en la oscuridad.
- No hemos visto todo, -le advirtió-. Esto podría ser sólo la primera parte minúscula del abismo, como los escalones de la entrada.
- La alfombra de bienvenida -masculló Percy.
Ambos miraron hacia las nubes de color sangre se arremolinaban en la bruma gris. De ninguna manera iban a tener la fuerza para volver a subir el acantilado, incluso si quisieran. Ahora sólo había dos opciones: o río abajo, río arriba, bordeando las orillas del Flegetonte.
- Vamos a encontrar una manera de salir, -dijo Percy-. Las puertas de la muerte.
Annabeth se estremeció. Recordó lo que Percy había dicho justo antes de caer en el Tártaro. Había hecho prometer a Nico di Angelo que lideraría el Argo II a Epiro, en el lado mortal de las puertas de la muerte.
Nos vemos ahí, Percy había dicho.
Esa idea parecía aún más loca que el fuego potable. ¿Cómo podrían los dos
pasear por el Tártaro y encontrar las puertas de la muerte? Apenas habían sido
capaces de tropezar a unos cien metros de este lugar venenoso sin morir.
- Tenemos que hacerlo, -dijo Percy-. No sólo por nosotros. Por todos los que amamos. Las puertas tienen que ser cerradas por ambos lados, o los monstruos sólo seguirán llegando. Las Fuerzas de Gea invadirán el mundo.
- Tenemos que hacerlo, -dijo Percy-. No sólo por nosotros. Por todos los que amamos. Las puertas tienen que ser cerradas por ambos lados, o los monstruos sólo seguirán llegando. Las Fuerzas de Gea invadirán el mundo.
Annabeth sabía que tenía razón. Sin embargo… cuando ella trató de imaginar un plan que podría tener éxito, la lógica la abrumaba. No tenían forma de localizar Las Puertas. No sabían cuánto tiempo tomaría, o incluso si el tiempo corría a la misma velocidad en el Tártaro. ¿Cómo era posible sincronizar una reunión con sus amigos? Y Nico había mencionado una legión de los monstruos más fuertes de Gea que custodiaban las puertas del lado Tártaro. Annabeth y Percy no podía lanzar precisamente un asalto frontal.
Ella decidió no hablar de nada de eso. Ambos sabían que las probabilidades estaban en contra. Además, después de nadar en el río Cocito, Annabeth había oído suficiente quejido y gemido para toda la vida.
Se prometió a sí misma no volver a quejarse de nuevo.
- Bueno. -Ella tomó una respiración profunda, agradecida, al menos, de que sus pulmones no dolieran-. Si nos quedamos cerca del río, vamos a tener una forma de sanarnos a nosotros mismos. Si vamos abajo-
Sucedió tan rápido que Annabeth habría muerto si hubiera estado sola.
Percy fijó sus ojos en algo detrás de ella. Annabeth giró y vio como una forma oscura enorme se precipitó hacia ella - un gruñido, una monstruosa mancha con piernas flacas con púas y los ojos brillando.
Ella tenía tiempo para pensar: Aracne. Pero se congeló de terror, sus sentidos asfixiados por el enfermizo olor dulce.
Entonces oyó el “Shink” familiar de bolígrafo de Percy transformando en una espada. Su espada se precipitó sobre su cabeza en un arco de bronce brillante. Un grito terrible resonó a través del cañón.
Annabeth se quedó allí, aturdida, mientras el polvo de color amarillo -los restos de Aracne- llovieron alrededor como polen de árboles.
- ¿Estás bien? -Percy escaneó los acantilados y rocas, alerta por si hubieran más monstruos, pero nada más apareció. El polvo de oro de la araña se instaló en las rocas de obsidiana.
Annabeth se quedó mirando a su novio con asombro. La hoja de bronce celestial de Riptide brillaba aún más en la oscuridad del Tártaro. A su paso por el aire caliente de de la atmosfera, hacía un silbido desafiantes como una serpiente irritada.
- Ella… ella me hubiera matado, -tartamudeó Annabeth .
Percy pateó el polvo en las rocas, con una expresión sombría e insatisfecha. - Murió con demasiada facilidad, teniendo en cuenta la cantidad de torturas que te hizo pasar. Ella se merecía algo peor.
Annabeth no podía discutir con eso, pero la dureza en la voz de Percy fue inquietante. Nunca había visto a alguien tan enfadado o vengativo a su favor. Casi la hizo sentir alegre de que Aracne muriera rápidamente. -¿Cómo pudiste moverte tan rápido?
Percy se encogió de hombros. - Tengo que cuidar la espalda del otro, ¿verdad? Ahora, estabas diciendo… ¿abajo?
Annabeth asintió, todavía en un sueño. El polvo amarillo se disipó en la costa rocosa, volviéndose a vapor. Al menos ahora sabía que los monstruos podían morir en el Tártaro… aunque no tenía ni idea de cuánto tiempo
Si Aracne permanecería muerta. Annabeth no pensaba quedarse el tiempo suficiente para averiguarlo.
- Sí, aguas abajo, -se las arregló- Si el río proviene de los niveles superiores de los infiernos, debe fluir más hacia el Tártaro-
- Por lo que conduce a un territorio más peligroso, -finalizó Percy-. Lo que es probablemente el lugar donde están las puertas. Con suerte
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