martes, 21 de octubre de 2014

Capitulo Cinco Blood Of Olympus Reyna

Capitulo V
Reyna 


Tirarse de bomba en un volcan no estaba en la lista de Reyna.

Su primera vista del sur de Italia fue de mil quinientos metros en el aire. Al oeste, a lo largo de la bahía del Golfo de Nápoles, las luces de la ciudad durmiente brillaban poco antes del amanecer. Un millar de metros por debajo de ella, una caldera de ochocientos metros estaba en la cima de la montaña, con vapor blanco saliendo del centro.

La desorientación de Reyna tomó un momento para desaparecer. Viajar en las sombras la dejaba nauseabunda y atontada, como si ella hubiese sido sacada de las aguas del Frigidarium al sauna en la casa de baño de Roma. (Nota del traductor: el Frigidarium era un baño de agua helada)
Entonces se dio cuenta que estaba suspendida en el aire. La gravedad tomo el control y comenzó a caer.

“¡Nico!” ella gritó.
“¡Por las pipas de Pan!” maldijo Gleeson Hedge.

“¡Whaaaa!” Nico se sacudió, casi se salió del agarre de Reyna. Ella lo sostuvo con fuerza y agarró al entrenador Hedge por el cuello de la camisa mientras empezaban a caer. Si se separaban ahora, estarían muertos.

Ellos caían al volcan con su equipaje más grande – la Atenea Partenos de doce metros de alto – cayendo detrás de ellos, agarrada por medio de una correa a la espalda de Nico como un paracaídas muy poco eficiente.

“¡Eso es el Vesubio debajo nuestro!” Reyna gritó sobre el viento. “¡Nico, sácanos de aquí!

Su mirada estaba perdida y fuera de foco. Su pelo despeinado se batía en su rostro como un cuervo que salia disparado hacia el cielo. “¡N-no puedo! ¡No tengo fuerza!”

El entrenador Hedge baló. “¡Noticia de último momento, niño! ¡Las cabras no volamos! ¡Sácanos de aquí o vamos a convertirnos en una tortilla Atenea Partenos!

Reyna trató de pensar. Ella podía aceptar la muerte si tenía que, pero si la Atenea Parthenos era destruida su misión fallaría. Reyna no podía aceptar eso.

“Nico, has un viaje-sombra” le ordenó. ”Te prestaré mi fuerza.”
Él la miró sin entender. “¿Cómo…?”

“¡Solo hazlo!”

Ella apretó el agarre de su mano. El símbolo de la antorcha y espada de Bellona en su antebrazo se puso dolorosamente caliente, como si estuviera siendo marcada en su piel por primera vez.

Nico jadeó. El color retornó a su rostro. Justo antes de golpear el vapor del volcán, se deslizaron en las sombras.

El aire se tornó frío. El sonido del viento fue remplazado por una cacofonía de voces susurrando en mil idiomas. Las entrañas de Reyna se sentían como una piragua  gigante -jugo frio sobre hielo raspado, su bebida favorita de la infancia en Viejo San Juan.

Ella se preguntó por qué esa memoria surgiría ahora, cuando estaba al borde de la muerte. Entonces su visión se aclaró. Sus pies tocaron suelo sólido.

El cielo del este comenzaba a aclarar. Por un momento Reyna creyó que estaba de vuelta en Nueva Roma.

Columnas dóricas se alineaban en un atrio del tamaño de un campo de béisbol. En frente de ella, un fauno de bronce estaba de pie en medio de una fuente hundida decorada con baldosas de mosaico.

Mirtos y rosas florecían en un jardín cercano. Las palmeras y los pinos se extendían hacia el cielo. Caminos de adoquines llevaban desde el patio a varias direcciones, carreteras rectas de buena construcción romana, bordeando casas bajas de piedra con porches con columnas.

Reyna volteó. Detrás de ella, la Atenea Parthenos permanecía intacta, dominando la pradera como un adorno de jardín ridículamente grande.

El pequeño fauno de bronce de la fuente tenía ambos brazos levan­tados, de cara a Atenea, por lo que parecía que estaba acobardado por la nueva llegada.

En el horizonte, el Monte Vesubio se asomaba –una oscura joroba ahora a varios kilómetros de distancia.

“Estamos en Pompeya” Se dio cuenta Reyna.

“Oh, eso no es bueno” Nico dijo, e inmediatamente colapsó.

“Wow” El entrenador Hedge lo atrapó antes de que golpease el suelo.  El sátiro lo apoyó al pie de Atenea y desató el arnés que aferraba a Nico a la estatua. 

Las rodillas de Reyna se doblaron. Ella esperaba alguna reacción, siempre pasaba cuando ella compartía su fuerza, pero ella no anticipó tanta angustia de Nico di Angelo. Ella se sentó pesadamente, tratando de mantenerse consciente.

Dioses de Roma. Si eso era solo una parte del sufrimiento de Nico… ¿cómo podía soportarlo?

Ella trató de estabilizar su respiración mientras el entrenador Hedge buscaba en sus suministros para acampar. Alrededor de las botas de Nico, las piedras se partieron. Nubes oscuras irradiaban de él como un disparo de tinta, como si su cuerpo estuviese tratando de expulsar todas las sombras por las que había viajado.

Ayer había sido peor: un prado completamente marchito, esqueletos levantándose de la tierra. Reyna no estaba ansiosa porque eso volviese a pasar.

“Bebe algo” Ella le ofreció una cantimplora  de poción de unicornio- polvo de cuerno mezclado con agua santificada del Pequeño Tiber. Ellos habían descubierto que funcionaba mejor para Nico que néctar, ayudándolo a aliviar el cansancio y la oscuridad de su sistema con menos peligro de prenderse fuego.

Nico tomó un trago. Aún se veía terrible. Su piel tenía un tono azulado. Sus mejillas estaban hundidas. A su lado, el cetro de Diocleciano brillaba con un tono púrpura furioso, como un hematoma radioactivo.

Él estudió a Reyna. “¿Cómo hiciste eso… crear ese pulso de energía?
Reyna volteó su antebrazo. El tatuaje seguía quemando como cera caliente: el símbolo de Bellona, SPQR, con cuatros años de servicio. “No me gusta hablar de eso,” ella dijo “pero es un poder de mi madre. Puedo darle energía a otros”

El entrenador Hedge levantó su vista de su bolsa. “¿Enserio?  ¿Por qué no me lo has dicho, Romana? ¡Quiero súper músculos!”

Reyna frunció el ceño. “No funciona así, entrenador. Sólo puedo hacerlo en situaciones de vida a o muerte, y funciona mejor en grupos grandes. Cuando dirigo a las tropas, puedo darles cualquier atributo que tenga –fuerza, coraje, resistencia- y multiplicarlo por la cantidad de mis fuerzas.”

Nico arqueó una ceja. “Útil para una pretora romana”.

Reyna no respondió. Ella prefería no hablar de su poder por esa razón exactamente. Ella no quería que los semidioses creyeran que ella los controlaba, o que se había vuelto una líder por una magia especial. Ella sólo podía compartir sus fuerzas que ella ya tenía, y no podía ayudar a alguien que no estuviese hecho para ser un héroe.

El entrenador Hedge bufó. “Qué lástima. Súper músculos hubiesen sido geniales.” El volvió  a buscar en su bolsa, que parecía no tener fin de utensilios de cocina, equipo de supervivencia y distintos tipos de equipamiento deportivo.

Nico tomó otro poco de cuerno de unicornio. Sus ojos pesaban de cansancio, pero Reyna podía decir que él estaba peleando por quedarse despierto.

“Recién te tambaleaste” el notó. “Cuando usaste tu poder… ¿tuviste algún tipo de, em, retroalimentación de mí?” 

“No es que te haya leído la mente” ella dijo. “Ni siquiera una conexión empática. Sólo… una sensación de exhausto temporario. Emociones primarias. Tu dolor pasó por mi. Yo tomé un poco de tu carga.”

La expresión de Nico se volvió precavida. El toqueteó su anillo de plata en su dedo, igual que Reyna hacía con su anillo cuando ella pensaba. Compartir un hábito con el hijo de Hades la hacía sentir incómoda.

Ella había sentido más dolor de Nico con su conexión que con toda la legión durante su batalla con Polibotes.  Se había cansado más que desde la última vez que ella había usado su poder, para ayudar a su pegaso Scipio durante su viaje a través del Atlántico.

Ella trató de dejar esa memoria. Su valiente amigo alado muriendo por el veneno, con el hocico en su regazo, mirándola con confianza mientras levantaba su daga para poner fin a su miseria… dioses, no. No podía pensar en eso o se vendría abajo.


Pero el dolor que ella había sentido de Nico era más agudo.


“Deberías descansar” ella le dijo. “Después de dos saltos, incluso con un poco de ayuda… tienes suerte de estar vivo. Te vamos a necesitar para cuando la noche llegue.” Ella se sintió mal por pedirle que hiciera  algo imposible. Desgraciadamente,  tenía práctica empujando a los semidioses por encima de sus límites.

Nico apretó su mandíbula y murmuró. “Estamos atascados aquí ahora.” El escaneó las ruinas. “Pero Pompeya es el último lugar que yo hubiese escogido. Este lugar está lleno de lémures”

“¿Lémures?” El entrenador Hedge parecía estar haciendo algún tipo de trampa con una cuerda de com­eta, una raqueta de tenis y un cuchillo de caza. “Te refieres a esos lindos bichitos-“

No.” Nico sonaba molesto, como si se lo preguntasen mucho. “Lémures. Fantasmas no amigables. Todas las ciudades romanas los tienen, pero Pompeya-“

“Toda la ciudad fue arrasada.” Recordó Reyna. “En el año 79 d.C. el Vesubio hizo erupción y cubrió la ciudad entera de cenizas”

Nico asintió. “Una tragedia como esa crea montones de espíritus molestos.”
El entrenador Hedge miró al volcán distante. “Está humeando. ¿Eso es malo?”

“N-no estoy seguro.”  Nico jugo con un agujero de sus pantalones negros. “Los dioses de las montañas, los Ourae, pueden sentir a los hijos de Hades. Es posible que es por eso nos salimos de curso. El espíritu de Vesubio pudo haber estado tratando de matarnos. Pero dudo que la montaña pueda herirnos desde esta distancia.  Hacer erupción podría tomar mucho. La amenaza inmediata es lo que nos rodea.”

La  nuca de Reyna hormigueó.

Ella estaba acostumbrada a los Lares, amigables espíritus del Campamento Júpiter, pero incluso ellos la ponían incómoda. Ellos no tenían un buen entendimiento del espacio personal. A veces ellos la atravesaban, dejándole una sensación de vértigo. Estar en Pompeya le daba a Reyna la misma sensación, como si toda la ciudad fuese un gran fantasma que caminase a través de ella.

Ella no podía decirles a sus amigos lo mucho que le temía a los fantasmas, o por qué. La razón por la que ella y su hermana habían huido de San Juan años atrás… ese secreto debía quedar enterrado.

“¿No puedes mantenerlos a raya? Preguntó.

Nico volteó sus palmas. “He enviado un mensaje: manténgase alejados. Pero una vez que me duerma no servirá de mucho.”

El entrenador Hedge sacudió su raqueta de tennis-cuchillo. “No te preocupes, niño. Voy a bordear el perímetro con alarmas y trampas. Además, estaré vigilándolos todo el tiempo con mi bate de baseball.”

Eso no pareció convencer a Nico, pero sus ojos estaban casi cerrados. “Okay. Pero con cuidado.
No queremos otra Albania.”

“No.” Coincidió Reyna. Su primer viaje por las sombras juntos dos días antes había sido un fiasco total, posiblemente el episodio más humillante en la carrera de Reyna. Quizás algún día, ellos mirarían atrás y reirían, pero no ahora. Los tres habían accedido a no hablar de ello. Lo que pasó en Albania se quedaría en Albania.

El entrenador Hedge pareció herido. “Bien, como sea. Solo descansa, niño. Te tenemos cubierto”
“Está bien,” Nico cedió. “Quizás una pequeña…” Él se las arregló para quitarse su chaqueta de aviador y usarla de almohada antes encima y empezar a roncar.

Reyna se maravilló por cuan pacífico se veía. Las líneas de preocupación se habían desvanecido. Su cara se veía angelical, como su apellido, di Angelo. Ella casi podía creer que él era un niño normal de catorce años, no un hijo de Hades que había sido sacado de 1940 y forzado a soportar más peligro y tragedia que muchos semidioses en toda su vida.

Cuando Nico había llegado al Campamento Júpiter, Reyna no confió en él. Ella podía sentir que había más en su historia que ser un embajador de su padre Pluto. Ahora, por supuesto, ella sabía la verdad.
Él era un semidiós griego- la primera persona viva, quizás la unica en toda la historia, que tuvo que  lidiar entre los dos campamentos, Romano y Griego sin poder decir a un grupo que el otro existía.

Raramente, eso confiar a Reyna aún más en Nico.

Claro, él no era romano. Él nunca había cazado con Lupa o pasado por el entrenamiento brutal de la legión. Pero Nico se había probado a si mismo de otras formas. Él había viajado por el Tártaro solo, voluntariamente, para encontrar las Puertas de la Muerte. Él había sido capturado por los gigantes. Él había liderado a la tripulación del Argo II a la casa de Hades… y ahora había aceptado otra misión terrible: arriesgarse a sí mismo para llevar la Atenea Partenos al Campamento Mestizo.

El ritmo del viaje era exasperadamente lento. Solo podían viajar por sombra unos pocos cientos de kilómet­ros cada noche, descansando durante el día para dejar a Nico recuperarse, pero incluso eso requería más resis­tencia de Nico de que la Reyna había pensado posible.

El tenía tanta tristeza y soledad, tanto dolor en el corazón. Pero aún asi puso la mision por delante de si mismo. Él perseveraba. Reyna respetaba una cosa. Lo entendía a la perfección.

Ella nunca había sido una persona sentimental, pero tenía un extraño deseo de poner su capa sobre los hombros de Nico y arroparlo. Se reprendió mentalmente. Era su compañero, no su hermano menor. Él no apreciaría eso.

“Oye.” El entrenador interrumpió sus pensamientos. “Necesitas descansar también. Yo haré la primera guardia y cocinaré algo. Esos fantasmas no deberían ser tan peligrosos ahora que el sol está saliendo.”

Reyna no había notado como el sol estaba amaneciendo. Nubes rosas y turquesas adornaban el horizonte en el este. “He leído sobre este lugar” Reyna notó. “Es uno de los pueblos de Pompeya mejor conservado. Ellos lo llamaron la Casa del Fauno”

Gleeson miró a la estatua con disgusto. “Bueno, hoy es la Casa del Sátiro” Reyna sonrió. Ella comenzaba a notar las diferencias entre fauno y sátiro. Si ella se dormía con un fauno a cargo, ella despertaría con sus pertenencias robadas, un mostacho dibujado en su cara y el fauno no estaría.

El entrenador Hedge era distinto –Distinto en un buen sentido, aunque él tenía algún tipo de obsesión con las artes marciales y bates de baseball.

“Está bien” Coincidió. “Has la primera guardia. Pondré a Aurum y Argentum a la guardia contigo.” Hedge pareció querer protestar, pero Reyna lo disuadió. Los autómatas metálicos se materializaron desde las ruinas, corriendo asía ella desde distintas direcciones. Incluso después de tantos años, Reyna no tenía idea de donde habían salido o a donde iban cuando Reyna no estaba, pero le ayudaban a mantener las esperanzas..

Hedge se aclaró la garganta. “¿Estas segura que no son dálmatas? Parecen dálmatas”
“Ellos son galgos, entrenador.” Reyna no tenía idea por qué Hedge le temía a los dálmatas, pero ella estaba muy cansada para preguntar. “Aurum y Argentum, vigílenos mientras duermo. Obedezcan a Gleeson Hedge”

Los perros cercaron el patio, guardando su distancia de la Atenea Partenos, la cual irradiaba hostilidad hacia todo lo romano.

La misma Reyna solo ahora estaba acostumbrándose a ella, y estaba bastante segura que la estatua no apre­ciaba ser recolocada en el centro de una antigua ciudad romana.

Ella se recostó y se cubrió con su capa. Sus dedos se cerraron sobre su bolsa en su cinturón, donde ella contenía la moneda de plata que Annabeth le había dado antes de partir de Epiro.

Es una seña de que las cosas pueden cambiar, Annabeth le había dicho. La marca de Atenea es tuya ahora. Quizás la moneda les dé suerte. Si la suerte era buena o mala, Reyan no estaba segura.


Ella miró una última vez al fauno de bronce cubierto por el amanecer y la Atenea Partenos. Entonces ella cerró sus ojos y se deslizó en los sueños. 

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Capitulo Cuatro                               Capitulo Seis 

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